Trípticos
Fernanda Cava*
1.Martín
Giró la llave, empujó la pesada puerta de hierro y vio la escalera. Angosta y sin barandas, descendía empinada, como invitando a una caída violenta. No era raro que bajar al panteón familiar fuera una experiencia tan cercana a la mismísima muerte. Tres filas de ataúdes a cada lado acompañaban el camino hasta un altar central. No sabía ni quiénes eran. Los antepasados de cuatro generaciones descansaban juntos. Se preguntó de dónde habría salido esa costumbre macabra de mantener a la familia unida más allá de la muerte. No era suficiente con los domingos en vida, además había que seguir sosteniendo los lazos durante la eternidad. Desde arriba, su hermana le daba indicaciones sin animarse a entrar. Habían llegado hasta ahí con la idea de retirar algunos objetos de valor, alertados por una ola de robos en los panteones más grandes del cementerio. Llegó al pie de la escalera y miró hacia arriba: así veían el mundo sus muertos. Apenas un rectángulo de luz y dos ventanas cerradas. Al salir buscaría en las paredes el nombre del arquitecto, un optimista sin dudas para haber hecho ventanas en un panteón. Olía a humedad. A vacío. Giró sobre sí mismo y vio de cerca el altar amurado a la pared, estrecho y austero. Sobre el mármol descubrió un sobre cerrado.
--Carta del más allá-- gritó mientras descubría que el remitente era el encargado de limpiar el lugar, avisando que aumentaría el precio a partir de enero. Tomó conciencia de que estaban en agosto, guardó la carta en el bolsillo del pantalón y agarró los dos candelabros de bronce cubiertos por siete meses de polvo. Qué harían con lo que se llevaran de ahí era algo que no habían pensado todavía. Vio un crucifijo con el hijo de Dios tallado en madera, pero decidió dejarlo con la familia. Era uno más para conversar y con otro apellido, los muertos se lo agradecerían sin dudas. Comenzó a subir los candelabros escoltado por los tres pisos de ataúdes, cuando en la mitad del trayecto descubrió un cajón más pequeño que los demás. No sabía que en su familia hubiese muerto ningún niño, pero no le extrañó: no sabía casi nada de su familia. Era la primera vez que bajaba al panteón y probablemente la segunda que se acercaba al cementerio. Junto al ataúd descubrió un pequeño tríptico de bronce. Manteniendo el equilibrio, se estiró hacia él y lo tomó en sus manos. Aunque era considerablemente más pequeño, pesaba más que los dos candelabros juntos. Lo miró de cerca: un Cristo vencedor le clavaba los ojos, custodiado por dos ángeles guerreros. Intentando no caer al vacío lo movió y descubrió que, al cerrarse, los dos lados simulaban las puertas de una capilla. Detrás del cuerpo central, tallado con esas caligrafías majestuosas que dejaron de usarse hace más de ochenta años, podía leerse Marta, 1930. Volvió a mirar el cajón. No era fácil saber de quién se trataba. En su familia abundaban las Martas y los Martines, vaya a saber por qué extraña tradición. Terminó de subir la escalera y salió por la puerta, que le pareció más estrecha aun que cuando había entrado. No era fácil de cerrar --el hierro hinchado parecía querar dejar un resquicio abierto para los muertos-- pero con algo de maña pudo hacerlo. Un sol débil le iluminó los ojos y, mientras volvía a girar las dos vueltas de llave, agradeció estar vivo, sentir el aire frío en la cara y, fundamentalmente, poder irse de ahí.
2. Isabel
Una vez al año, Isabel hacía limpieza general. Hay que donar lo que ya no se usa, hay que renovar la energía, hacer circular los bienes, repetía en silencio como si fuera un mantra mientras sacaba bolsas al pasillo. Tenía una obsesión con dar lo que no le era útil y en ocasiones había llegado a cruzar los límites de la propiedad ajena: el día que se habían mudado juntos con Martín, ella había dejado en el camión de la mudanza un bastidor con la foto de los tres chiflados que él conservaba desde chico.
--Ese dejalo, no hace falta que lo bajes— le había dicho al empleado cuando casi terminaban de descargar todo.
Martín le había reprochado la pérdida, por supuesto. Había sido la única y ella odiaba manifiestamente a los tres chiflados. No cabían dudas de que algo tenía que ver.
Como sostenía que había que hacer lugar para que llegara lo nuevo, todos los años Isabel regalaba ropa, juguetes de los chicos, zapatos, sábanas. Todos los años también se encontraba con dos candelabros terroríficos y un tríptico de bronce y plata con la inscripción de una muerta desconocida.
--Martín, ¿qué vas a hacer con todo esto?
--Nada, qué voy a hacer.
--¿Tu hermana no lo quiere?
--Dejalo ahí, qué te molesta.
--Es como tener una muerta en casa. Es creepy porque además es una muerta anónima. Andá a saber si era buena persona, si era una bruja...
El diálogo se repetía cada primavera desde hacía diez años. Isabel solía resignarse y cerrar esa parte del placard como intentando olvidar los efectos que podía tener sobre el feng shui. Después de todo, eran los antepasados de su marido. No podía sacarlos a la calle, no. Menos venderlos. Mucho menos. A quién se le iba a ocurrir que los recuerdos familiares podían cambiarse por dinero que permitiera comprar algo útil y olvidar a los muertos para siempre. Quién haría algo así. Quién.
--¿No querés venderlo?
--Isabel, no me voy a poner a buscar dónde vender eso, qué te molesta, dejalo ahí.
--Es que la energía...
--Poné la energía en lo importante, eso no es importante. ¡Gol! ¡Gooool!— dijo sin sacar la mirada de la pantalla y volcando la cerveza sobre la mesa ratona.
--Isabel lo limpió con el trapo que tenía en la mano y su mantra silencioso arrancó de nuevo: Diez años viviendo con Marta 1930. Diez años haciéndole un lugar en el placard de su propio cuarto. Donde dormían, donde tenían sexo. Ella no se merecía eso. Nadie se merecía eso. Su cuarto era su lugar, su intimidad, quería descansar cada noche con su marido y con nadie más. No podía permitir que Cristo y los ángeles guardianes, desde algún rincón escondido del armario, atentaran contra el trabajo que tan bien habían hecho Ikea y sus lecturas sobre la orientación magnética del espacio. Además, si en una década nadie había reclamado a Marta 1930, nadie la reclamaría en mucho tiempo más. Sacó los candelabros, el tríptico y los metió en una bolsa de tela. ¿Martín estaba paralizado por la energía de sus antepasados? Bueno, ella no. ¿Quién era Marta para dormir en su cuarto? Si fuera el recuerdo de una abuela, todavía, pero mantener junto al lecho nupcial el recuerdo de un esqueleto anónimo atentaba contra todo su equilibrio energético. Además quería mudarse el año próximo y no iba a mudar a Marta 1930. Lo que faltaba, llevarla en procesión de casa en casa. Ya le había echado el ojo a unos departamentos que estaban haciendo en la calle Arcos. Eso sí, no estaba segura de tener el valor de dejar la memoria de una muerta apoyada sobre el primer volquete que viera… ¿Y si volvía desde el más allá buscando su tríptico? ¿Y si años después Martín se lo reclamaba, como ya había hecho con el bastidor de los tres chiflados? Agarró la bolsa y la metió en el baúl del auto. Ya se le ocurriría cómo deshacerse de ella.
3. Marta
La cara se le iluminó de repente. Esa imagen que había visto en la iglesia ahora le clavaba los ojos como eligiéndola. Era él, sin dudas, el de la iglesia y el de la estampita que su madre guardaba en un cajón. Dos seres con alas a su lado. Alas. El brillo destellaba entre la mugre de sus dedos. Parecía una señal y era lo mejor que había encontrado desde que salía con su hermana a cirujear reciclables por la ciudad. Pesaba tanto que tenía que ser valioso. ¿Cuánto le darían por eso? Más que por papel, seguro. Se lo guardó en el bolsillo del pantalón y decidió que lo vendería en secreto. Nadie se lo iba a sacar. Su hermana era capaz. Muy. Esa noche volvió al barrio en la parte más alta del camión, sentada sobre bolsas de papel, botellas de plástico, ropa vieja. No quería que se le notara, pero no paraba de sonreír y el viento se le colaba por los agujeros de los dientes que ya se le habían caído. Apenas llegó escondió el tríptico debajo del colchón raído que compartía con uno de sus hermanitos. Y esa noche soñó. Hacía años que no soñaba.
Soñó que tomaba un helado y se le derretía en la boca. Soñó que sabía leer, que podía entender los nombres de las calles, el cartel del subte. Soñó que tenía diez lápices nuevos y dibujaba un sol con los diez colores. Un sol enorme, único, propio. Un sol que ocupaba la casa entera. Soñó. Y despertó sonriendo.
No eran las ocho todavía cuando se paró frente al galpón de chapa donde su hermana iba a vender los metales que encontraba. La puerta estaba cerrada con candado y las ventanas estaban tapadas. Al rato llegó un hombre de pantalón sucio y zapatos gastados, abrió el candado y corrió la puerta. Lo vio bajar una pequeña escalera destartalada y lo siguió sin pedirle permiso. Olía a hierro. Y polvo. Y encierro. Él se paró frente a la mesada de cemento y empezó a limpiar un mate de ayer. Entonces ella sacó el tríptico del bolsillo y lo apoyó al lado del mate.
--Trescientos pesos— dijo el hombre sin levantar la vista.
--Mil– respondió.
El hombre se rió y la miró por primera vez. No tenía más de diez años.
--OK, mil.
Le dio el billete y la vio salir corriendo, con un entusiasmo que no veía desde hacía mucho tiempo. Décadas quizás.
--Ehh, ¿vos sos…? -alcanzó a gritar mientras la silueta de la chica se escapaba recortada por el rectángulo luminoso de la puerta.
--Marta— mintió ella cuando ya había salido.
El hombre sumó el tríptico a una pila de objetos de bronce. Mañana convertiría todo en los picaportes que tenía que entregar para la calle Arcos.
El sol empezaba a rajar la tierra. Va a hacer calor, se dijo el hombre mirando las dos ventanas cerradas a los lados de la puerta. Y se acercó a abrirlas.
Giró la llave, empujó la pesada puerta de hierro y vio la escalera. Angosta y sin barandas, descendía empinada, como invitando a una caída violenta. No era raro que bajar al panteón familiar fuera una experiencia tan cercana a la mismísima muerte. Tres filas de ataúdes a cada lado acompañaban el camino hasta un altar central. No sabía ni quiénes eran. Los antepasados de cuatro generaciones descansaban juntos. Se preguntó de dónde habría salido esa costumbre macabra de mantener a la familia unida más allá de la muerte. No era suficiente con los domingos en vida, además había que seguir sosteniendo los lazos durante la eternidad. Desde arriba, su hermana le daba indicaciones sin animarse a entrar. Habían llegado hasta ahí con la idea de retirar algunos objetos de valor, alertados por una ola de robos en los panteones más grandes del cementerio. Llegó al pie de la escalera y miró hacia arriba: así veían el mundo sus muertos. Apenas un rectángulo de luz y dos ventanas cerradas. Al salir buscaría en las paredes el nombre del arquitecto, un optimista sin dudas para haber hecho ventanas en un panteón. Olía a humedad. A vacío. Giró sobre sí mismo y vio de cerca el altar amurado a la pared, estrecho y austero. Sobre el mármol descubrió un sobre cerrado.
--Carta del más allá-- gritó mientras descubría que el remitente era el encargado de limpiar el lugar, avisando que aumentaría el precio a partir de enero. Tomó conciencia de que estaban en agosto, guardó la carta en el bolsillo del pantalón y agarró los dos candelabros de bronce cubiertos por siete meses de polvo. Qué harían con lo que se llevaran de ahí era algo que no habían pensado todavía. Vio un crucifijo con el hijo de Dios tallado en madera, pero decidió dejarlo con la familia. Era uno más para conversar y con otro apellido, los muertos se lo agradecerían sin dudas. Comenzó a subir los candelabros escoltado por los tres pisos de ataúdes, cuando en la mitad del trayecto descubrió un cajón más pequeño que los demás. No sabía que en su familia hubiese muerto ningún niño, pero no le extrañó: no sabía casi nada de su familia. Era la primera vez que bajaba al panteón y probablemente la segunda que se acercaba al cementerio. Junto al ataúd descubrió un pequeño tríptico de bronce. Manteniendo el equilibrio, se estiró hacia él y lo tomó en sus manos. Aunque era considerablemente más pequeño, pesaba más que los dos candelabros juntos. Lo miró de cerca: un Cristo vencedor le clavaba los ojos, custodiado por dos ángeles guerreros. Intentando no caer al vacío lo movió y descubrió que, al cerrarse, los dos lados simulaban las puertas de una capilla. Detrás del cuerpo central, tallado con esas caligrafías majestuosas que dejaron de usarse hace más de ochenta años, podía leerse Marta, 1930. Volvió a mirar el cajón. No era fácil saber de quién se trataba. En su familia abundaban las Martas y los Martines, vaya a saber por qué extraña tradición. Terminó de subir la escalera y salió por la puerta, que le pareció más estrecha aun que cuando había entrado. No era fácil de cerrar --el hierro hinchado parecía querar dejar un resquicio abierto para los muertos-- pero con algo de maña pudo hacerlo. Un sol débil le iluminó los ojos y, mientras volvía a girar las dos vueltas de llave, agradeció estar vivo, sentir el aire frío en la cara y, fundamentalmente, poder irse de ahí.
2. Isabel
Una vez al año, Isabel hacía limpieza general. Hay que donar lo que ya no se usa, hay que renovar la energía, hacer circular los bienes, repetía en silencio como si fuera un mantra mientras sacaba bolsas al pasillo. Tenía una obsesión con dar lo que no le era útil y en ocasiones había llegado a cruzar los límites de la propiedad ajena: el día que se habían mudado juntos con Martín, ella había dejado en el camión de la mudanza un bastidor con la foto de los tres chiflados que él conservaba desde chico.
--Ese dejalo, no hace falta que lo bajes— le había dicho al empleado cuando casi terminaban de descargar todo.
Martín le había reprochado la pérdida, por supuesto. Había sido la única y ella odiaba manifiestamente a los tres chiflados. No cabían dudas de que algo tenía que ver.
Como sostenía que había que hacer lugar para que llegara lo nuevo, todos los años Isabel regalaba ropa, juguetes de los chicos, zapatos, sábanas. Todos los años también se encontraba con dos candelabros terroríficos y un tríptico de bronce y plata con la inscripción de una muerta desconocida.
--Martín, ¿qué vas a hacer con todo esto?
--Nada, qué voy a hacer.
--¿Tu hermana no lo quiere?
--Dejalo ahí, qué te molesta.
--Es como tener una muerta en casa. Es creepy porque además es una muerta anónima. Andá a saber si era buena persona, si era una bruja...
El diálogo se repetía cada primavera desde hacía diez años. Isabel solía resignarse y cerrar esa parte del placard como intentando olvidar los efectos que podía tener sobre el feng shui. Después de todo, eran los antepasados de su marido. No podía sacarlos a la calle, no. Menos venderlos. Mucho menos. A quién se le iba a ocurrir que los recuerdos familiares podían cambiarse por dinero que permitiera comprar algo útil y olvidar a los muertos para siempre. Quién haría algo así. Quién.
--¿No querés venderlo?
--Isabel, no me voy a poner a buscar dónde vender eso, qué te molesta, dejalo ahí.
--Es que la energía...
--Poné la energía en lo importante, eso no es importante. ¡Gol! ¡Gooool!— dijo sin sacar la mirada de la pantalla y volcando la cerveza sobre la mesa ratona.
--Isabel lo limpió con el trapo que tenía en la mano y su mantra silencioso arrancó de nuevo: Diez años viviendo con Marta 1930. Diez años haciéndole un lugar en el placard de su propio cuarto. Donde dormían, donde tenían sexo. Ella no se merecía eso. Nadie se merecía eso. Su cuarto era su lugar, su intimidad, quería descansar cada noche con su marido y con nadie más. No podía permitir que Cristo y los ángeles guardianes, desde algún rincón escondido del armario, atentaran contra el trabajo que tan bien habían hecho Ikea y sus lecturas sobre la orientación magnética del espacio. Además, si en una década nadie había reclamado a Marta 1930, nadie la reclamaría en mucho tiempo más. Sacó los candelabros, el tríptico y los metió en una bolsa de tela. ¿Martín estaba paralizado por la energía de sus antepasados? Bueno, ella no. ¿Quién era Marta para dormir en su cuarto? Si fuera el recuerdo de una abuela, todavía, pero mantener junto al lecho nupcial el recuerdo de un esqueleto anónimo atentaba contra todo su equilibrio energético. Además quería mudarse el año próximo y no iba a mudar a Marta 1930. Lo que faltaba, llevarla en procesión de casa en casa. Ya le había echado el ojo a unos departamentos que estaban haciendo en la calle Arcos. Eso sí, no estaba segura de tener el valor de dejar la memoria de una muerta apoyada sobre el primer volquete que viera… ¿Y si volvía desde el más allá buscando su tríptico? ¿Y si años después Martín se lo reclamaba, como ya había hecho con el bastidor de los tres chiflados? Agarró la bolsa y la metió en el baúl del auto. Ya se le ocurriría cómo deshacerse de ella.
3. Marta
La cara se le iluminó de repente. Esa imagen que había visto en la iglesia ahora le clavaba los ojos como eligiéndola. Era él, sin dudas, el de la iglesia y el de la estampita que su madre guardaba en un cajón. Dos seres con alas a su lado. Alas. El brillo destellaba entre la mugre de sus dedos. Parecía una señal y era lo mejor que había encontrado desde que salía con su hermana a cirujear reciclables por la ciudad. Pesaba tanto que tenía que ser valioso. ¿Cuánto le darían por eso? Más que por papel, seguro. Se lo guardó en el bolsillo del pantalón y decidió que lo vendería en secreto. Nadie se lo iba a sacar. Su hermana era capaz. Muy. Esa noche volvió al barrio en la parte más alta del camión, sentada sobre bolsas de papel, botellas de plástico, ropa vieja. No quería que se le notara, pero no paraba de sonreír y el viento se le colaba por los agujeros de los dientes que ya se le habían caído. Apenas llegó escondió el tríptico debajo del colchón raído que compartía con uno de sus hermanitos. Y esa noche soñó. Hacía años que no soñaba.
Soñó que tomaba un helado y se le derretía en la boca. Soñó que sabía leer, que podía entender los nombres de las calles, el cartel del subte. Soñó que tenía diez lápices nuevos y dibujaba un sol con los diez colores. Un sol enorme, único, propio. Un sol que ocupaba la casa entera. Soñó. Y despertó sonriendo.
No eran las ocho todavía cuando se paró frente al galpón de chapa donde su hermana iba a vender los metales que encontraba. La puerta estaba cerrada con candado y las ventanas estaban tapadas. Al rato llegó un hombre de pantalón sucio y zapatos gastados, abrió el candado y corrió la puerta. Lo vio bajar una pequeña escalera destartalada y lo siguió sin pedirle permiso. Olía a hierro. Y polvo. Y encierro. Él se paró frente a la mesada de cemento y empezó a limpiar un mate de ayer. Entonces ella sacó el tríptico del bolsillo y lo apoyó al lado del mate.
--Trescientos pesos— dijo el hombre sin levantar la vista.
--Mil– respondió.
El hombre se rió y la miró por primera vez. No tenía más de diez años.
--OK, mil.
Le dio el billete y la vio salir corriendo, con un entusiasmo que no veía desde hacía mucho tiempo. Décadas quizás.
--Ehh, ¿vos sos…? -alcanzó a gritar mientras la silueta de la chica se escapaba recortada por el rectángulo luminoso de la puerta.
--Marta— mintió ella cuando ya había salido.
El hombre sumó el tríptico a una pila de objetos de bronce. Mañana convertiría todo en los picaportes que tenía que entregar para la calle Arcos.
El sol empezaba a rajar la tierra. Va a hacer calor, se dijo el hombre mirando las dos ventanas cerradas a los lados de la puerta. Y se acercó a abrirlas.
*Es Licenciada en Comunicación Social por la Universidad de Buenos Aires y estudió Letras en la misma universidad. Habla inglés y francés. Trabaja como redactora creativa y productora artística.